Hacía frío, la tormenta se llevó la luz. Las escaleras se rompían a los pasos, tenía que salir, tenía que ver si estabas por llegar, el ruido de los coches se confundía con mis pensamientos.
Cuando me vuelvo con las llaves listas veo que la puerta quedó abierta, la puta desidia de hablar al cerrajero, la puta desidia de colgar esos viejos cuadros, la puta desidia que me ha invadido desde hace tres años.
Gordo, casi calvo, usa unos pants ochenteros de un verde espantoso, el color más feo que he visto hasta entonces, voltea y me ve con esa cínica risa en la cara, como un perro puede oler mi miedo, yo pienso en esto y sé que no debo tener miedo (que joda más grande temer y pensar en no temer) se acerca y mis piernas se paralizan, quiero irme, tengo que irme, no puedo quedarme ahí, a él no le importa nada.
¡A tomado el departamento! Corro al pasillo esperando encontrarte, quedamos en ir por un café, no importa que sea la media noche, siempre podemos tomar un café.
Bajo corriendo las escaleras, el viene tras de mí, ha violado ya todos los departamentos, a lo lejos veo a la señora del siete, está tirada en el piso con la andadera a unos cuantos centímetros –¡este hijo de puta!- la quiero ayudar, pero no puedo, me tomará a mi también. Que se lleve todo, que se lleve todo, que se lleve todo. No, a mi no, a mi no me toca.
-No debes tomar taxis en medio de la noche, esta ciudad es una traidora- Si, más traidor que mi cuarto no puede ser. Tomo el primero que se para -¿A dónde la llevo señorita?- pregunta distraído el taxista, hasta eso con cara de “bonachón” –Lejos, lléveme lejos por favor, a un Seven Eleven, el de insurgentes está bien-.
Los semáforos dejaron de funcionar, no hay caos. Sé que llegarás.