lunes, 17 de noviembre de 2008
El teatro
Se abre el baúl, manos largas y ásperas se acercan bruscamente para profanarlo, no necesitan delicadeza, conocen bien el camino. Es el primero de ellos el que sacan, el más a la mano, es largo, ojos grandes, ojeras pronunciadas, labios gruesos y cabello alborotado.
La función va a comenzar, tiene algunos imperfectos – no importa, que se cosa solo, ahí tiene la aguja- y el, dócil como es, ejecuta la curación en silencio, conforme comienza a zurcir se retuerce de dolor. Nada más placentero que el hilo atravesando su pelvis, se cose chueco, no alcanza a ver la entrepierna, quiere estallar y solo propina unas tibias lágrimas de aceite, hace varios años que le remendaron la cara.
Cuando por fin ha terminado lo toman por los hilos, es fácil jugar con el – ahora un saludo más y ¡sonrisa!, eso muy bien, ahora levantas la pierna izquierda y haces reverencia, eso despacio-.
Llegan otras manos, más pequeñas y suaves, ordenes tiernas, al final de cuenta son para acatarse.
La función es inagotable, cada que Tchaikovsky aparece tras el telón es momento de seguir danzando y pretendiendo.
No hay niños en esta sala, todo es oscuro y está lleno de adultos mal olientes, llenos de tabaco y sudor, las botellas de vino barato y ácido se reparten como menesteres.
Comienza el apareamiento, cual animales se tiran unos encima de otros. El sigue colgado, no puede moverse, se han olvidado de el, sus ojos no tienen párpados. Testigo fiel.
Todo el sudor, todo el jadeo, muslos ensangrentados se retuercen en hocicos hambrientos de nada, hocicos que se abren para recibir lo que perdieron hace años luz.
Los niños se encuentran bajo el escenario principal, los tienen en jaulas de perro como si fueran unos becerros en espera de medicina, y vaya que sabrán curarlos, ellos son el más puro testigo de la nada que invade sus jadeantes cuerpos.
El aperitivo duró lo suficiente, es momento del plato principal, estar vestido para la ocasión.
Pantalones en los talones y bragas tiradas, la elegancia se da a notar al pasar al comedor de honor.
Se escuchan los quejidos suaves de los infantes despertando del letargo, son insomnes a medio paso, al tiempo que suben los escalones se oyen en la sala los gritos eufóricos de los famélicos comensales.
La petulancia con que se acomodan sobre las butacas es asquerosa, él sigue inmóvil, el hilo comienza a correrse, un par de escalones y comenzará el festín.
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