Las ballenas cantaban en nuestras noches, Buda en tu ventana. El chorro de agua fría que calmaba a brinquitos hasta acostumbrarme y entonces si darme la mejor de las duchas. Una semana (dirían ellos) vivimos nuestro mundo. Lo más cercano a eso que aún no me atrevo a imaginar. Nos hicimos pedazos – no, de pedazos estábamos hechos- dijeron ellos, que un par de ollas exprés no pueden estar juntas, que soñamos demasiado y confundíamos lo cotidiano con lo certero. Hiciste de esos metros nuestra casa.
Mi cepillo de dientes acariciaba la cintura del tuyo. Mis cremas y tus tenis. Nos hicimos el amor sin profanar los pudores. Desnudamos noche a día nuestras miradas, jugamos a suspender los tiempos y amarnos como esos que no tienen un mañana.
Disparaste inclemente y yo bailé entre tus sábanas. Me dejaste brincar en tu colchón como una niña mientras Cortázar susurraba algo en tu oído. Leímos de noche y dormimos de día. Tomamos las quimeras y danzamos en la azotea.
Cuando uno se enamora del poeta, la poesía es carne viva. Cuando él se enamora de la bruja, los conjuros son de pura risa.
Cuando la tierra me tragaba ofreciste una orquesta de locura, la escuché contenta.
Te aborrecen, te detestan a mi lado. Es que ellos –los de allá- jamás podrán ver los mundos que pintamos. Temen por mí, y yo sé que tu musa es una mujer lejana, ninguna de las que han ocupado tu cama.
Ahora eso no importa querido, no hay en mi nada que quiera atarte, guayaba y estrellas. El soñador con piel que delata. Suspendimos las historias y coreamos las histerias. Hoy nuestras veredas se topan, sin prisas, sin esperas.