martes, 9 de septiembre de 2008

No más pollo por favor.

Bata blanca, adecuada para la institución, un abismo entre los dos. Ella realizó la pregunta de rutina –Hola, soy fulana de tal…- poco importa quien sea de hecho, una bata más.-…y estoy aquí para hablar contigo un rato-. Sus ojos no se despegaron de la pared, era su punto de fuga, su silencio en la cama.
-¿Quieres hablar?-
-No-
Y entonces ella se quedó en silencio, nada la movería de esa silla, a menos que el lo pidiese, y no, no lo pidió.
Sin verla comenzó ha hablar, dijo que le dolía todo, como era evidente en un cuerpo vendado de pies a cabeza.
-Yo me puse a limpiar el tractor, y entonces el muchacho se terminó su cigarro y pues lo aventó-. En cuestión de segundos cada venda cobró sentido, ocultaban un cuerpo con cenizas, un cuerpo al rojo vivo, con la carne despierta y el corazón adormecido. Sus padres trabajaban en el otro lado, el vivía con su tía, la retórica tragicomedia mexicana del día a día.
Ella, que quizá puedas ser tú o todos nosotros, se quedó en silencio, escuchando cada cansada palabra. Tenía trece años y su voz era la de un anciano cansado, postrado. No se puede abrazar, no se puede tocar, el abrazo puede ser la peor tortura, entonces se toma con la mirada, se acaricia entre silencios, eso sería lo romántico, ella solo escuchó.
Juanito era el nombre, tantos hay en tu México y el mío, pero para ella el es él Juanito, Juanito de mirada apagada, Juanito de voz cansada, Juanito de cuerpo caliente, Juanito en llamas.
El recordaba el fuego, recordaba como lo apagaron, si, “lo apagaron”, como un objeto, como un ente brillante, sabrá Dios que más le apagaron, que más le quemaron en ese tractor.
Platicaron otro rato, en ese cuarto solo eran ellos dos, la gente teme ir con “los quemados”, como si fueran una especie de monstruos, cómo si te quemaran en cuanto los ves. Y lo paradójico es que quizá si lo hagan, porque cuando hablan de su fuego encienden el tuyo, y no de una manera musical, es literal.
Ella no pensó en si, solo escuchaba a Juanito y seguía cada palabra como conjuro de verdad, la verdad entre almohadas.
Juanito quería volver a correr, quería que ya no le doliera tanto porque no podía dormir bien, y sobre todas las cosas quería unas flautas del centro, porque ese pollo desabrido nomás no ayudaba nadita.
Tan sencillo era ir a comprárselas, tan sencillo estar todos los días, tan sencillo acompañar el dolor para mitigar el propio. Pero no, no se trata de eso, se trata de escuchar.
Sus ojos comenzaron a chocar con los de ella, una mirada lacónica, la mirada al fin.
Juanito habló de sus sueños, de los de la noche anterior y de los de años atrás. Quería ir al otro lado para chambear mucho con su papá y que su mamá ya no se mortificara tanto. Hubo un momento en que el sonrió y con sus aceitunados ojos se postró en los de ella. Sostener una mirada como la de el es un privilegio, pensó.
Llegó la comida, pollo de nuevo, arroz, gelatina, y un agüita de jamaica. En realidad no se veía tan malo, pero el no quería bocado. La enfermera se tuvo que ir, ella lo alimentó, no era su función, ah porque eso si, de funciones estamos llenos hasta el copete. Tomó el tenedor y poco a poco lo alimentó, algo se movió, algo dolió. Juanito terminó de comer y tenía sueño, a dormir,- vas a estar bien Juanito-.
-Voy a estar-.
La gente dice que en los hospitales viejos como este, se pueden escuchar los fantasmas que vagan por ahí. Muchos no saben que en lugares así no hacen falta los fantasmas, porque entre las sábanas están los fantasmas que se obligan a vivir. Y ellos son los que se quejan por las noches, cuando no es necesario aguantar el dolor por la pena de gritar.
Ella salió esa tarde como todas las demás, algo dolió, Juanito existió.

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